lunes, 6 de febrero de 2012

Un no parar de acá para allá

 Un no parar de acá para allá
Domingo V del Tiempo Ordinario (B)
 

Acabo de llegar de la Tierra que vio nacer a Jesús y un sitio que me sobrecogió no poco es precisamente el lugar donde hoy nos sitúa el Evangelio, Cafarnaún. Era la ciudad grande de la zona: grande, abierta, acogedora, con un próspero comercio de los frutos del mar, con mercaderes que traían lo mejor de Oriente y ofrecían suculentos manjares que no se tomaban en otros sitios más pequeños y cerrados como en Nazaret. Una ciudad tolerante donde se respetaba y admitía –porque se estaba acostumbrado a tratarlo– al diferente, al que piensa distinto, al que vive de otra forma, al que llega de otros lugares, de camino o a la vuelta de Jerusalén.

Imaginaos las sensaciones de libertad y felicidad en el corazón de Jesús, al ver como lo acogían y no rechazaban, como en su pueblo natal; donde intentaron despeñarlo por un barranco al oír su predicación y de donde tuvo que salir para siempre con pena porque la fe no brotó entre sus parientes y su gente.

A Cafarnaún se muda Jesús y pasa mucho tiempo durante los años de su vida pública; acude a la sinagoga (otro signo más del florecimiento económico de la ciudad), donde enseña y participa de la oración con la comunidad; llama a los primeros discípulos, hace nuevas amistades, cura enfermos, acerca a los alejados y es el centro de la primera Iglesia que se congrega en torno a Él, su nueva familia.

Muy cerquita se encuentra también la casa de Pedro –aún se conservan las paredes de la que se cree su casa, según la tradición– y se respira aún el estilo de vida de aquel Dios y hombre verdadero que tuvo que encandilar a propios y extraños.

Me emocioné mucho, la verdad, cuando me perdí a conciencia del resto del grupo que se fue a comprar recuerdos del lugar, para quedarme rezando solo en aquél lugar donde hay que ver tan poco y sentir tanto. Lo reconozco tengo debilidad por la vida íntima y normal del Señor. Como dice tantas veces San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales: “no mucho saber harta y satisface el alma sino gustar y sentir internamente”. Gustar y sentir internamente que allí estuvo Él, palpar y traer al corazón tantos ratos juntos con sus discípulos. Saborear su presencia que encandila, su corazón que apasiona, su ternura que embarga, su mirada que es pura trasparencia, sus manos que tocaban –¡curándolos!– tantos enfermos y expresarían gestos de cariño y cercanía, sus risas de amigos, sus ratos de relax, sus paseos por la ciudad y la orilla, sus escapadas a la montaña que caía a tiro de piedra, su oración compartida, sus lecciones de quien enseñaba de modo distinto, con “autoridad” como escuchábamos el domingo pasado.



Al volver de la sinagoga y entrar en la casa, hablan a Jesús de la suegra de Simón. No puede salir a acogerlos pues está postrada en cama con fiebre. Jesús no necesita saber nada más. Sin pensarlo va a romper la ley por segunda vez el mismo día, porque lo tiene claro: “el sábado se hizo para el hombre”. Las normas sólo sirven si sirven, como en este caso, a la salud y la vida de quien siente la crujía del dolor. Sólo son buenas si se parecen al corazón de un Dios solidario. Por eso, el relato describe con todo detalle los gestos que tiene Jesús con la mujer enferma. “Se acercó”. Es lo primero que hace siempre: acercarse a los que sufren, hacerse su próximo, mirar de cerca su rostro y compartir sus sufrimientos y preocupaciones. Luego, “la cogió de la mano”: toca a la enferma, no teme las reglas de pureza que lo prohíben; quiere que aquella mujer sienta la fuerza sanadora de su amor. Por último, “la levantó” de la postración, la puso de pie, le devolvió la dignidad perdida, la empujó a su vida normal.

Así está siempre Jesús en medio de los suyos; solo sabe servir, no para sin guardarse nada para sí. Un detallito que lo muestra: hasta 18 verbos lo tienen como sujeto en este trozo del Evangelio. Por eso, la mujer curada se pone a “servir” a todos. Nadie se lo pidió: el amor tiende siempre al servicio. Fue su respuesta agradecida. Lo ha aprendido de Jesús, trabajador incansable. En este clima de familia –porque la Iglesia no es, ni podría ser nunca sin traicionarse, una estructura humana cualquiera–, todos juntos y al compás, lo aprenderán también sus discípulos, que han de cuidarse unos a otros con ternura y nunca vivir de espaldas al sufrimiento de los demás.

El relato dice además que, ese mismo día, “al ponerse el sol”, le llevan a Jesús toda clase de enfermos y poseídos por algún mal que se agolpan a la puerta, junto con toda la población. Pero el Maestro, que no busca el aplauso fácil, se retira al final a otro lugar, porque es consciente de que no es un mago que ha venido a resolver todos los problemas sino a predicar la salvación en Dios, el comienzo de una alegría sin fin. Y esas fuerzas sólo vienen de la oración. Quizás sea la clave del texto y de toda su vida, el fundamento de todo lo que hace y el sustento de su entrega. A ella va para escuchar a su Padre, para dar gracias sin cansarse y para pedir por todos nosotros. En ella, modelo de la nuestra, toma el alimento para no guardarse nada para Él. No hay, por tanto, justificaciones con la excusa del tiempo o del trabajo que queda por hacer. Jesús marca el orden de prioridades imprescindible. ¿Cómo puede vivir un creyente sin el trato íntimo y diario con el amigo que nunca falla? A la mañana, al mediodía, a la tarde y a la noche, hay que conseguir un ratito para Él; para reanimados con su ejemplo, desvivirnos en cada detalle y entregarnos con coraje en cada faena.

 El que quiera andar tras sus huellas, como aquellos aventureros que lo dejaron todo para seguirle, sabe que para un cristiano no hay relajación posible porque todavía hay mucho bien por hacer. Como le dijo Pedro: “Todos te andan buscando”. En estos tiempos de crisis, como entonces, en la puerta de nuestras iglesias hay mucha gente sufriendo que sigue buscando y poniendo sus ilusiones en la casa donde está Jesús. Sólo si cargamos las pilas y empapamos la vida con una oración como la suya, y los que tan mal lo están pasando en tantos sentidos encuentran en nosotros el alivio y la vida que trae el Señor, seremos esa Iglesia que él soñó y que, por eso, siempre está en construcción. Donde nos necesiten, sin parar de acá para allá, para estar con todos y para todos.

ANTONIO ROMERO PADILLA
Vicario parroquial de la Concepción Inmaculada de Sevilla

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