Un aval de esperanza para el final
Domingo XXXII del Tiempo Ordinario (A)
LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO 25, 1-1.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: El Reino de los Cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: ¡Que llega el esposo, salid a recibirlo! Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas. Pero las sensatas contestaron: Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis. Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: Señor, señor, ábrenos. Pero él respondió: Os lo aseguro: no os conozco
Muchas veces quizás nos preguntamos con miedo qué será de nosotros cuando acaben nuestros pasos en la tierra. ¿Adónde iremos, si es que vamos a algún sitio (que esa es otra)? ¿Qué será de todos los esfuerzos de este mundo? ¿Tiene un significado el dolor y el sufrimiento? Metas del horizonte humano que si respondemos bien pueden llevarnos a disfrutar de la alegría, aún en medio de tantas oscuridades, y que si “mal-llevamos” (aunque sea resignadamente en el mejor de los peores casos), puede privarnos de una vida verdaderamente plena. Y en esas estamos.
Precisamente el otro día en la televisión un cineasta español decía con pena que lo más terrible de la muerte era concluir pensando “que no hubiera nada”. O como anotaría magistralmente C. Pavese: “¿Alguien nos ha prometido nunca nada? Y, entonces, ¿por qué lo esperamos?”. Aparentemente nadie nos ha prometido nada y, sin embargo, nuestro corazón, aunque a veces naufrague y busque a tientas, tiene forma de aspiración que se ancla en el mar de cada día y es un ascua de espera de un sinfín de cosas, grandes y pequeñas, minucias de la jornada e importantes cuestiones que nos afectan con más o menos tino: desde el viaje romántico al Caribe con la chica que te embelesa al coche que sueñas conducir y tener aparcado en el garaje; desde la dieta para estar en forma o el boleto de lotería que nunca acaba de tocar en Navidad; desde las promesas electorales en tiempo de crisis al retoque estético para seguir eternamente joven; desde tener el último modelo de MP3 o de Ipod a comprar el ático increíble en el centro. Promesas que colman nuestro devenir y que Dios quiso como buenas, pero que convertidas en imprescindibles, no pocas veces, son un montaje de cartón piedra para intentar balbucear y calmar con “confetti” y baratijas la sed que tiene nuestro corazón de una felicidad para siempre.
La vida humana, como vemos, es una continua expectativa de futuro. Sin esperanza (por vana que fuera), perderíamos las ganas de vivir. Lo sabe muy bien el carcelero que hemos visto en tantas películas del Oeste: cuando el preso se rinde y claudica, se ganó la partida. Lo saben también los médicos que luchan con enfermedades graves: cuando el paciente pierde la ilusión, es casi imposible curar. Lo saben tantos matrimonios en crisis: cuando ya se piensa que no merece la pena seguir, el amor se evapora y se acaban las ganas de seguir intentándolo. Ésta es la razón por la que el genial Dante en La Divina Comedia colocó sobre la puerta del infierno un cartel que decía: “¡Vosotros que entráis aquí, dejad toda esperanza!”.
Pero hay que saber lo que se espera y más aún, saber atinar en el flanco de la diana, para no ver “castillos en el aire” como don Quijote o pretender llegar al cielo en un Babel más o menos consistente (cf. Gn. 11, 7ss) o mucho menos, rendidos en el intento, no soportar el fracaso de ver que no hemos servido para nada y hemos perdido el tiempo, como Judas, al traicionar a Jesús. Aquí reside la verdadera sabiduría, que orienta y guía al hombre, que nunca cansa y siempre resplandece como un regalo que se anticipa y madruga más incluso que nuestra misma ansia de encontrarla, como oímos en la primera lectura (cf. Sab. 6, 12-16). El sabio no es el que presume de erudición hueca sino el que sabe buscar correctamente; el que encamina correctamente sus afanes, con verdad y justicia; el que sabe que sus pasos tienen ritmo de eternidad; el que halla con certeza sentido en Dios y descubre lo que merece realmente la pena.
Cuando pensamos, pues, con la lógica incertidumbre de lo desconocido, “qué” pasará al final de nuestros días, la Palabra de Dios nos responde hablándonos de un “Quién” que vendrá y dará sentido a nuestras vidas. No esperamos algo (por muy bueno que fuera, conste) sino a Alguien que sostiene y, aún más, hace posible una reserva de esperanza en medio de una vida, que como la de Jesús es a veces más dura de la cuenta. Una esperanza con contenido; diríamos que hasta verificable. Desde los comienzos, nuestra fe está basada en las promesas de Dios y por eso, no defrauda (cf. Rom. 5, 5). Él ha implicado su credibilidad con una fidelidad a prueba de calamidades como tú o yo. Por eso, como quien sabe y ya palpa lo que espera, exclama el salmista: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti” (Sal. 63 [62], 2).
Un cristiano cuando espera a Dios sabe muy bien lo que hace y no vive de vaguedades o fantasías. No utiliza fugas o escapes para que la vida sea más o menos soportable. Jesús nos invita –¿cuantas van?– a una fiesta donde hay cabida para todos. No se trata de reflexionar hoy sobre la muerte sino sobre la calidad de nuestra vida de fe. Por eso, en el texto del Evangelio resalta que no aparezcan apenas ni la novia ni casi el Esposo, salvo al final. Se trata de nosotros: ¿Cómo esperamos y cómo vivimos? ¿Cómo es nuestra fe? Una fe vivida en comunidad (si individualismos que aturden) y que tiene que estar en vigilia, preparada para el regreso del Señor (lo que siempre los cristianos llamaron la “parusía”), cargada con la lumbre de un “aceite” que no es sino la luz de las buenas obras, la alegría de una ilusión que sostiene y es ungüento en las heridas y bálsamo que reconforta. Por eso, ni se presta, alquila o compra. Es reserva y responsabilidad de vivir la fe en una Iglesia que no se cansa de pedir al Señor que regrese porque lo necesitamos entre nosotros.
Quien no espera al Señor es un necio que se pierde el broche de oro de la salvación. Y quien, peor aún, como las vírgenes poco previsoras, no se encarga de llenar la alcuza con la provisión de la fe y la entrega, acaba perdiéndose con tontura la grande y decisiva oportunidad de nuestra existencia. Es el riesgo grave entre tantos hombres y mujeres de fe que abandonándose íntimamente cerrarán las puertas del corazón a la gracia del Señor, tolerando el engaño de ser cristianos de superficie que viven a medio gas. Cristianos que, dormidos en los laureles, se preocupan poco o nada de crecer y madurar en su fe, hacer oración o mucho menos intentar lanzarse con el apostolado. Cristianos conformistas que “compadrean” con los valores de moda, tan rentables a los poderosos de turno. Cristianos que, amodorrados en el pasado, solo creen y hacen cálculos con historias del ayer. Cristianos que viven como los que no tienen la suerte de creer y “no tienen esperanza” (1ª Tes. 4, 13), frustrados y desplomados en una vida donde al final no se encontró a Dios, porque se alejaron poco a poco de Él. Cristianos atolondrados y asfixiados en medio de un mundo interesado donde se busca el placer inmediato y se olvida el bien más escaso a largo plazo: la esperanza. Cristianos de miras cortas y lamentos de última hora que se olvidaron de ponerse a tiempo manos a la obra: “Señor, Señor, ábrenos” (Mt. 25, 11). Cristianos despreocupados y perezosos, faltos de emoción y generosidad, a los que el Señor dirá de nuevo con dureza: “En verdad os digo que no os conozco” (v. 12).
Jesús, retrasándose, nos da un aval de esperanza para esta tregua, no amenaza sino que invita, para armarnos mientras, para darnos tiempo de empeñarnos en amar con todas las de la ley. Aún no es tarde. Es más, nunca lo es: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc. 23, 43). Como al ladrón arrepentido en ese “sprint” final del perdón, una vez más oímos ese grito que resume toda la sed de nuestro corazón: “¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!” (v. 6). Muchas veces Él ha venido y le dijimos que no. Ahora, preparados y rompiendo esa cadena de nones, somos nosotros los que esperamos con ilusión su vuelta, esa promesa de Cielo en la Tierra que no falla y es la meta última de una vida que sólo así se torna en feliz y llena de sentido. ¿Habrá algo más hermoso que esperar a Quien ya vino y vendrá de nuevo porque no pasa ni quiere vivir sin nosotros? Créetelo.
ANTONIO ROMERO PADILLA
Vicario parroquial de la Concepción Inmaculada de Sevilla
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