jueves, 24 de noviembre de 2011

Reflexión de la semana: Un Rey diferente

Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo
Domingo XXXIV Tiempo Ordinario (A)
  EVANGELIO de San Mateo  25, 14-30
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras.  
Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme.  Entonces los justos le contestarán: Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? Y el rey les dirá: Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. Y entonces dirá a los de su izquierda: Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis. Entonces también éstos contestarán: Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos? Y él replicará: Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo. Y éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.

Una fotografía de Antonio SÁNCHEZ CARRASCO
Llegó el final del año litúrgico con esta fiesta entrañable que nos muestra, como pocas, cual es el estilo de Jesús; el de un rey diferente. No hace más falta que ver la fotografía: sin triunfalismos, clavado en un triste madero y haciendo de la cruz su peculiar trono, con una corona de espinas que le hacía sangrar continuamente, despojado de sus vestiduras, más solo que la una (salvo su Madre y algunas benditas mujeres) y, como si fuera poco, “para esperar los pies clavados”, que diría Lope de Vega. Y es que las cosas planteadas por Dios son normalmente diferentes a las nuestras. Por eso, no caben comparaciones. Él es un rey distinto que no tiene armas como los poderosos ni ejércitos preparados para defenderse del enemigo. Y es que no los necesita. Su fuerza es el amor; un amor entregado, que ha ganado con sufrimiento (así son los amores de verdad) nuestra redención. Su realeza se distingue por la humildad y sencillez de su vida. Su majestad no es la de un mandamás de turno que ordena sin razones sino que seduce con su ejemplo; por eso, “los instrumentos de Dios son siempre los humildes” (San Juan Crisóstomo).

Un rey que ansía reinar en tu corazón de Hijo de Dios. Pero no te equivoques, no busques triunfos de la tierra o vanaglorias que pasan, porque así contestó a Pilatos: “mi Reino no es de este mundo” (Jn. 18, 36). Un rey que en la noche donde iba a ser entregado, se tiró a los suelos, y sabiendo del escándalo que suponía la provocación de hacer un oficio de esclavos, lavó los pies a sus discípulos y afirmó sin tapujos que ha venido a servir; aunque, como a sus discípulos, nos extrañe tanto oírlo. Más incluso, nos ha dicho aquello que el Beato Spínola quiso de lema de vida para sus monjas: “servir es reinar”. Un rey, que no es sino un buen pastor, que ha querido tomar la cruz como cayado para guiarnos sin temores a las praderas de la felicidad, donde nada nos falte a su vera por años sin término (cf. Sal. 23). Como describe el profeta Ezequiel en la primera lectura: “Buscaré la oveja perdida, recogeré a la descarriada; vendaré a las heridas; fortaleceré a la enferma; pero a la que esté fuerte y robusta la guardaré: la apacentaré con justicia” (Ez. 34, 16).

Un rey que pide reinar en el mundo con unas leyes que a veces no están del todo de moda (aunque quizás no lo estuvieron nunca): el amor, la paz, la justicia, el perdón, la verdad. Es decir, los frutos de una vida empapada de sus mismos sentimientos, no valiendo las componendas que nos valen de excusas: “No todo el que me dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre” (Mt. 7, 21). Y quiere reinar en nuestras familias, en la educación de los hijos, en la Universidad, en el trabajo, en las faenas de cada día, en las colas del supermercado, en el café con los amigos, en el rato de cine o diversión de la semana. Haciéndonos heraldos de su buena noticia, y como una deuda agradecida, recibimos el encargo de llevar su proyecto de amor a todos los hombres, como bien dice San Pablo: “predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!” (1Cor. 9, 16).



Un rey que es el centro nuestras vidas. Un rey que se nos muestra como el camino donde todo vuelve a recobrar el sentido. Un Dios que ha salido siempre a nuestro encuentro –podéis comprobarlo releyendo con fe vuestra historia– invitándonos a tener confianza en Él, a confiar nuestra seguridad en sus afanes. ¡Cómo ha estado fielmente en la barca tambaleante en los momentos de peligro! ¡Cómo nos ha invitado a su mesa y nos ha lavado con el agua viva de su costado traspasado tantos pecados y mediocridades! ¡Cómo ha caminado con nosotros, al atardecer de la ilusión, explicándonos como a los derrotados de Emaús, tantas cosas que no entendimos en la pena! ¡Cómo nos ha salvado de tantos pozos sin fondo y llenos de angustia donde nos metimos!

Y un rey que es también el centro de la historia humana: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en Ti” (San Agustín). Él, tantas veces humillado y transido de dolor, no pocas veces burla continua para los que piensan que son algo, ha sido constituido por su Padre como Juez de vivos y muertos, tal como profesamos en el Credo. Por eso, vendrá al fin de los tiempos, no para amedrentar sino para que suspiremos por fin después de tantos sinsabores y amarguras, hallando por fin solaz en nuestras vidas, como un niño en brazos de su madre (cf.). Una salvación que no es un premio barato que se salte a la piola los desmanes de tantos que pisotean a los más débiles. No podrá olvidarse –sintiéndolo mucho– de tantos intereses que explotan y hunden a los demás, especialmente a los niños no nacidos, a los mayores que sobran o a los más pobres y desheredados. Llamará para juzgar nuestra vida con la medida de su Corazón, con la luz que saca a relucir cada pizca de bondad o pone en evidencia el infierno vivido, continuado en esa penumbra eterna que depende de la pregunta decisiva: ¿Tratamos a los demás como al Señor, aunque fuera sin saberlo? Y fijaos, es tan generoso, que ha querido que la salvación y la condenación dependan de los pequeños detalles. ¿Quién no tendrá al menos alguno?

Un rey así, tan diferente, bien se merece que nunca nos cansemos al proclamar y rastrear esta verdad grande que nos llena de alegría y transforma de cuajo tantas oscuridades. Ojalá en ese juicio de amores, pueda vernos como seguidores de su voz, entrañables con nuestro prójimo, cercanos a los más necesitados, sensibles a cada sufrimiento. Sólo así iremos llenando nuestras manos de motivos para que el Señor nos lleve a su Reino, el Cielo. ¡Lo está deseando!
ANTONIO ROMERO PADILLA  
   Vicario parroquial de la Concepción Inmaculada de Sevilla

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