Despertando a la ilusión
Domingo I ADVIENTO (B)
EVANGELIO de San Marcos 13, 33-37
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Mirad, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje y dejo su casa, y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!
Comenzamos un nuevo año litúrgico despertando a la ilusión cristiana; preparándonos para la venida del Dios con nosotros. Jesucristo el Señor, que es el Hijo de Dios hecho hombre, que vino hace dos mil años a un portalico en Belén, que nos acompaña todos los días (¡por eso, celebramos la Eucaristía!) y que nos ha prometido que vendrá de nuevo al final de la historia para llevarnos hasta la meta.
Un tiempo el de Adviento que entronca con la forma de ser del corazón del hombre, hecho para esperar, armarse de proyectos, no rendirse y tirar siempre para delante, calmando esa sed de “más” y “mejor” que hay en lo más profundo de nuestro ser. Sólo el hombre que busca un sentido a su vida y no desespera –ya lo anotaba Viktor E. Frankl– es capaz de sobrevivir, aún en medio de las peores calamidades; en su caso, un campo de concentración nazi en la Segunda Guerra Mundial.
Ésa es la respuesta que la Iglesia, cuidadosa Madre de sus hijos, encauza en ese canal de esperanza que es el Adviento; lo que todos anhelan, nosotros hemos tenido la suerte de haberlo encontrado en Navidad. Una esperanza con nombre y familia conocida: Jesucristo, el Nazareno, el hijo de José, el carpintero, y de María, la Virgen. Un Dios que viene en la pobreza y la debilidad, para respetar al extremo a los hombres, de forma que todos puedan responder libremente a esta llamada de amor. Un Dios que siempre ha correspondido tomándose en serio nuestras búsquedas y llenando plenamente nuestras respuestas, que no se ha reído del destino del hombre con esa excusa fácil del azar o la casualidad. Y una esperanza cargada de contenido. Cuando tantos buscan sin saber bien lo que necesitan para ser felices, viviendo de ideales que al final se desmoronan, cansados de encerronas sin salida, dramas cotidianos, errores que se amontonan y trampas engañosas, nosotros sabemos lo que Dios nos ha prometido y, con certeza, hemos experimentado que a pesar de nuestras flaquezas, es siempre fiel (cf. 1ª Cor. 1, 9). Con el atrevimiento de quien ha sido escuchado en no pocas ocasiones, clamamos con Isaías: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!” (Is. 63, 19). Donde está Él hay siempre futuro; un mañana mejor aguarda.
Y fijaos que detalle más enjundioso el que leemos en el Evangelio. Jesús está en Jerusalén, sentado en el monte de Los Olivos, mirando hacia el Templo y conversando confidencialmente con cuatro discípulos: Pedro, Santiago, Juan y Andrés. Los ve preocupados porque no saben cuándo llegará el final de los tiempos, ni el día ni la hora, y qué les deparará. Ve también la ciudad que lo aclamará entre palmas y, días más tarde, lo condenará entre desprecios. A Él, por el contrario, le preocupa cómo vivirán sus amigos cuando ya no esté entre ellos. ¿Mantendrán viva la llama? ¿Se rendirán, dándose por vencidos? Una vez más les descubrirá las inquietudes de su corazón y les hará esa llamada apremiante en forma de parábola. Hasta tres veces le dice Jesús a sus discípulos que se mantengan despiertos, con esa exclamación que nos impacta: “¡Velad!”.
Y ese grito lanzado a sus discípulos es todo un reto para nosotros. Así quiere el Señor a sus discípulos: despiertos, ilusionados, empeñados en rendir tantos talentos que nos ha puesto generosamente entre las manos. Hombres y mujeres que no pierdan el tiempo ni se acobarden ante los envites del enemigo que nunca duerme (cf. 1ª Pe. 5, 8) o mucho menos se amilanen con las dificultades de un mundo a la contra. Creyentes de una pieza que no olvidan el estilo al servir de su Maestro que mendiga amor en cada necesitado y atentos a las señales de ese acontecimiento que va a pasar, sin entretenerse en debates estériles mientras haya tantos frentes abiertos en donde poder hacer y dar algo: el vecino de arriba que nunca saluda, el nieto peleón y poco estudioso, la amiga en paro o el colega del trabajo deprimido. Cristianos lúcidos y responsables, sin desaliento, que se libran del pesimismo inoperante y con una fe aguerrida –¡y picardía!– presentan un menú de esperanza para quien tenga hambre y sed de cosas que de verdad importan. Merece la pena, pues, confiar en Dios. Y Jesús nos enseña que a esperar se aprende vigilando y estando atentos. No como quien vive la incertidumbre de temer que venga alguien a resolver un ajuste de cuentas que probablemente pocos pasemos sino como espera un novio a su chica (cada uno lo adapte a su caso), saliendo cada dos por tres al balcón y casi intuyendo su presencia en cualquier asomo, sin rendirse al desaliento de quien siente el retraso en sus carnes y manteniendo el listón de la entrega bien alto.
Compara Jesús, además, a su Pueblo con una casa, donde el señor del lugar ha encomendado con paciencia una tarea a cada siervo antes de irse de viaje; en efecto, a cada uno se le ha confiado un carisma y un don para el provecho común no para guardarlo en la talega que se esconde al sol. Quizás no pocas veces hayamos sido justamente todo lo contrario y este mea culpa deba servirnos para no volver a ser un “coto privado de caza” donde se mira por encima del hombro, un lugar inhóspito para quien se sintió fracasado, frío para quien más necesitaba el candor, seco para quien esperaba con razón más alegría, árido a los anhelos más auténticos o soso para quien intuyó que nada se le aportaba. Más que nunca, el Señor quiere hacer de su Iglesia un hogar donde no se discrimina ni se excluye y todos encuentren una lumbre cálida, un desahogo en las penurias, una respuesta simpática que anime los rincones oscuros que tantas veces andamos a tientas; una familia, en definitiva, donde nadie es más que el de al lado y todos, sintiéndonos necesarios, podamos decir esas palabras tan hermosas del profeta: “tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero: todos somos obra de tus manos” (Is. 64, 19). Una Iglesia que no se duerme en el sofá de la comodidad remolona sino que sabe mirar la vida con ilusión, remover corazones y construir un futuro que ilusiona. Una Iglesia que despierta siempre a la esperanza.
Como escribía con hermosura mi paisano de Moguer, Juan Ramón Jiménez: “Y yo me iré… y seguirán los pájaros cantando”. Cuando poniendo a punto la vida cualquier motivo aviva el gozo del encuentro que se avecina con ese Dios que nunca se fue del todo, su ausencia por un poco de tiempo se torna, entonces, en ocasión para construir el mundo que Él soñó al comienzo de la Creación, cantando y notando cómo es tan distinto el “color esperanza” (al decir de Diego Torres). Dios está a la vuelta de la esquina, bastante cerca. Sólo quien no se cierra puede verlo pasar incansablemente, comprobando que no es una quimera pasada y cansada sino la verdadera razón que cada mañana nos pone en pie y arma velas surcando los mares de este mundo con ilusión. ¿Vamos corriendo a encontrar ese rostro que nos salva (cf. Sal. 80 [79], 4)?
ANTONIO ROMERO PADILLA
Vicario parroquial de la Concepción Inmaculada de Sevilla
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