domingo, 13 de noviembre de 2011

Cristianos con (o sin) talento

  Cristianos con (o sin) talento

Domingo XXXIII Tiempo Ordinario (A)

  EVANGELIO de San Mateo  25, 14-30
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: "Un hombre que se iba al extranjero llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue enseguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno, hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: "Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco". Su señor le dijo: "Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor". Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: "Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos". Su señor le dijo: "Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor". Finalmente se acercó el que había recibido un talento y dijo: "Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces; tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo". El señor le respondió: "Eres un empleado negligente y holgazán; ¿conque sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque el que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese empleado inútil echadlo fuera, a las tinieblas, allí será el llanto y el rechinar de dientes".

Una obra del pintor siciliano Mauro DI GIROLAMO
Cuando el ritmo del calendario cristiano va marcando los últimos compases del año litúrgico (tranquilos, ¡para el gasto de diciembre aún hay tiempo de ahorrar!), la Palabra de Dios nos sigue hablando de la esperanza. Esa hermana pequeña de la fe y del amor, que como “lazarilla” las va guiando cogidas de la mano en el camino con la ilusión de llegar al final, como decía ese genial converso de última hora que fue el francés Charles Péguy.

Una esperanza sabia, que vigila con atención y llena de entusiasmo la alcuza del corazón para no dormirse nunca en los laureles. O menos aún que nos pille en contramano. Ya sabemos aquello del viejo refrán: “con las glorias se van las memorias”. Así lo leíamos el domingo pasado en la parábola de las jóvenes doncellas que aguardaban con más o menos previsión la llegada del Esposo. Durmieron no como quien sueña con la ilusión de despertarse sino con esa apatía que deja mustio el corazón, porque en el fondo no les iba la vida en nada; nada sentían, nada les emocionaba.

Y una esperanza también que se moja, pero también que puede acertar y dar frutos (o no), pero que nunca se deja intimidar por el miedo que coarta la libertad o por la pereza que limita. Es el riesgo que ha querido correr Dios; tal como nos acerca su Palabra en esta jornada. Una opción que se traza en términos de confianza: la de un Señor generoso que comparte el tesoro grande de su intimidad y un hombre trabajador que, guiado de su mano, invierte para que su vida no sea estéril. Rindiendo, todo merece la pena.

La parábola de los talentos proclama el derroche de un Dios que se confía a nuestras aventuras en la travesía de este mundo. Es lo que no comprende el empleado holgazán. Tiene una imagen de su Señor como la de alguien injusto, avaro, celoso, exigente, que fiscaliza hasta el más mínimo detalle con fría equidistancia. Un jefe que no admite meteduras de pata o salidas de tono y menos aún, sintoniza con quien se pringa con el barro de su propio desastre. Y esta mezquindad lo paraliza, le impide correr riesgos, bloquea sus ilusiones; se limita, con un triste empeño, en “conservar” el talento dejado en depósito. De ahí que se muestre huidizo ante él y actúe casi instintivamente a la defensiva. Es la imagen de tantos en nuestra sociedad; la de un Dios que no te aporta nada sino más bien te roba lo mejor de cada día. Tantos que siguen tarareando con la cantinela del corazón aquella antigüedad pasada de moda: “Todo lo que me gusta es ilegal, es inmoral o engorda”. Tantos que no han descubierto –como aquel siervo– que “Él no viene a quitarnos nada sino a llenarnos de su infinito amor” (Benedicto XVI).

Podríamos decirlo también de otra manera. Quizás no debamos cargar las tintas tampoco con ese pobre hombre que en el fondo no lucha porque no se siente implicado. Pasa lo mismo con la fe. Vivida sin la confianza que da sentirse hijos de Dios y privados de la emoción de esa alegría tan tremenda, nuestra relación con Él se convierte en una obligación de deber que no toca lo que de verdad nos importa o preocupa. Una vida así jamás contagia, porque sólo el amor es digno de fe. Llegados a ese punto, todo se comprende en términos de negocio, el fuelle de la entrega se rebaja a la presión de medio gas, se dispersan las energías y como mucho (y no es poco en esa mentalidad) creemos que le damos un “poquito” que es bastante para “cumplir” (otra palabra que debería estar prohibida para el cristiano). En esa fe “light”, participar en la Santa Misa es dejar con desgana tu afición al sofá o al café de la tarde o al rato de campo que te oxigena del jaleo de la semana, por ejemplo, para acudir  un ritualismo vacío que ni te apasiona, o mucho menos, te aporta nada de lo que en el fondo necesitas. Qué triste sería presentarnos así ante un Dios tan increíblemente bueno y decirle con más o menos corte como holgazanes: “Aquí tienes tu proyecto de amor, el tesoro impresionante que me confiaste, la herencia que me dejaste para compartir. No me atreví a tomármelo en serio. No me sentí implicado. No me animé lo suficiente. ¡Eran tantas las excusas!”. Si así fuera, ese día nos daremos cuenta que perdimos el tiempo y despilfarramos la vida. Qué diferente, en cambio, sería darle una respuesta sin rodeos ni cuentos, sin esconder lo que recibimos para dar fruto, poniéndonos a todo babor: ¡“enseguida” como aquellos dos empleados!

Pero Dios, no cunda el pesimismo, no viene a un ajuste de cuentas a nuestro estilo. Si lo hiciera, es más que probable que no dejara títere con cabeza. No es su estilo y jamás se traiciona a sí mismo. Él tiene ganas de volver para saldar con su entrega el débito y la dejadez de nuestras vidas. Él es quien rinde y quien hace nuestra vida distinta, dándole la lumbre de su hogar. Probablemente, lo mejor de esta historia sea detenernos, entonces, en considerar el “lujo” que Jesús ha compartido con nosotros. “A cada cual según su capacidad”. Sin reservarse nada, ha puesto en tan desastrosas manos no una propina que le sobraba sino la herencia que recibió de su Padre, confiándonos la entrega sin límites de su amor y empeñándose sin hartura en brindarnos la mejor noticia que jamás saldrá en un informativo de medio pelo, la de un Dios amigo que ha venido para hacernos trabajadores de su “empresa familiar” y convidarnos a todos en ese banquete que lleva preparando desde la creación del mundo. Como suele pasar cuando Él aplica esas cuentas tan curiosas que sólo cuadran desde su lógica tan distinta y tan distante del mundo: “tú le das tu nada y Él te regala su todo” (al decir tan expresivo del padre Hueling). ¿Quién dijo miedo?


ANTONIO ROMERO PADILLA
Vicario parroquial de la Concepción Inmaculada de Sevilla

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