Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario (A)
El Reino de Dios –como la fe, la santidad…. (y sigue tú poniendo el larguísimo etcétera de tantas cosas buenas)– no es para unos pocos. Él ha venido y ha soñado un proyecto de amor para todos los hombres. No una utopía elitista de privilegiados, que se creen mejores que los demás y miden siempre con mentalidad justiciera, o de fantasiosos, que viven alejados de la realidad y jamás se pringan con el fango del camino. Frente a esta imagen corta de miras que impide a no pocos saborear y disfrutar de la vida de la fe, nos presenta la Iglesia esta Palabra de Jesús (la tercera sucesiva que pronuncia en el Templo de Jerusalén, frente a los líderes del pueblo, sacerdotes y ancianos, tras la de los dos hijos y la de los viñadores homicidas) que nos habla verdaderamente de su ser y su misión.
Dios –así se lo dijo a Moisés– “es el que es”; pero, sobre todo, “es el que es para nosotros”. Ésa es la esencia de su misterio. Un Dios cercano al que le importan nuestras minucias de cada día; un padre entrañable que, con amor de madre, se preocupa de lo que siempre necesitamos.
A un Dios así –San Ignacio de Loyola lo describe preciosamente cuando compara los binomios del Rey eternal y el rey temporal, en sus Ejercicios Espirituales– merece que, por fin, ¡rompiendo esta larga cadenas de sinsabores!, se le abran las puertas del corazón. Demasiadas veces ya lo hemos rechazado y despreciado. Porque Dios –¡siempre puro regalo!– no viene solamente a llamarnos para aumentar las tropas de su ejército (como si solo le moviera el crecimiento de efectivos) sino para convidarnos de balde, para sentarnos en su mesa, para servirnos (¡así lo palparon los pies de los apóstoles en la última Cena!) “un banquete de manjares suculentos y vinos generosos” (Is. XXV, 6), para revelarnos sin cicatería su intimidad, para compartir nuestra suerte y la debilidad de nuestra carne, para congregarnos –¡eso significa precisamente el término “Iglesia”!– y poner en marcha desde aquí y ahora la construcción de un Reino que veremos en plenitud en el Cielo.
Un Dios que escandaliza porque, aún doliéndole la falta de correspondencia, no fuerza ni obliga y admite también el rechazo prepotente, el oprobio vanidoso, la cerrazón dramática de quien solo ve desde sus cortas miras y de quien se cansa inexplicablemente intentando en vano –como aquellos albañiles que cita la Escritura (cf. Sal. 127 [126])– construir un mundo alejado de Él. ¡Cuántos “no quisieron ir” (Mt. XXII, 3)! Cuántas veces, nosotros, indiferentes y desconsiderados, no hicimos caso a la llamada (cf. Id., v. 5) de un Dios que, sin desánimo, ha querido “que todos los hombres se salven” (1 Tim. II, 4) y, por eso, no ha tenido reparos –¡fiándose de nosotros y a pesar de nuestras dudas y fracasos!– en hacernos mensajeros de esta “buena noticia” de fraternidad y unidad para todos los pueblos de la tierra (cf. Id., XXI, 34; XXII, 3). Como comenta el Papa Benedicto XVI al respecto: “el rechazo de los primeros tiene como efecto que la invitación se extienda a todos, con una predilección especial por los pobres y los desheredados. Es lo que ocurrió en el Misterio pascual: la supremacía del mal ha sido derrotada por la omnipotencia del amor de Dios” (Homilía, 12/X/2008).
Un Señor, además, que se humilla y padece el martirio de quienes desprecian y responden con violencia a la verdad. Un amigo que perdona la traición y el olvido de los suyos, como aquel ingrato e insensible que no entró con el vestido adecuado (cf. Mt. XXII, 11). ¡Cuántas dificultades nos desalentaron! ¡Cuántas veces vivimos en la incongruencia de no llevar en nuestras vidas la señal de su amor! ¡Cuántos detalles faltaron! ¡Cuántas veces fuimos cómplices con nuestro silencio cobarde (cf. Id. v. 12)! ¡Cuántas veces lo recibimos con la “ropa vieja y raída” del pecado! ¡Cuántas ocasiones de confesarnos que dejamos por vergüenza perdidas!
Ése es el retrato claro y enérgico, en definitiva, que Jesús hace en la parábola de este domingo. Un Dios apasionado –¡enamorado!– del hombre que, desbordando nuestras expectativas, regala la “vida en abundancia” (Jn. X, 10), y un hombre que responde libre y agradecido por esta sorpresa que colma de alegría para siempre. Un Pastor bueno que nos guía por senderos de confianza, alejándonos de miedos y oscuridades, conduciéndonos por prados de fértil luz. Un Padre fiel, paño de nuestras lágrimas (cf. Is. XXV, 8), que nunca guarda rencor por haber pasado muchas veces a un segundo plano –¡a veces hasta el último!– en el estrés diario y en el sinfín de ocupaciones de la jornada. Un esposo generoso que ha contraído nupcias con la humanidad, y sin cansancio y enamorado hasta dar la vida, ha querido invitarnos por pura gracia a un festín que llena de felicidad al mundo, se ha desvivido con mimo por cada detalle, proponiendo sin cansancio una alianza eterna, y susurrándonos al corazón (como en aquella canción de Serrat que quizás alguna vez hemos tarareado a la persona amada) que se entrega en cada Eucaristía: “porque te quiero a ti, porque te quiero…”. ¿Nos atrevemos a responderle hoy con un “sí”, libre y generoso, y salir a los cruces de los caminos “vestidos” con el traje alegre del amor que llevamos en esta fiesta?
D. Antonio Romero
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