sábado, 29 de octubre de 2011

HOMILÍA DEL DOMINGO: Apariencias que engañan

Apariencias que engañan
Domingo XXXI del Tiempo Ordinario (A)


LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO 23, 1-12
En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo:
-- En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.




La controversia de Jesús con los escribas y fariseos va en aumento. Los ánimos cada vez se encrespan más y cada día la brecha que los separa es mayor. El muro se torna infranqueable. Las acusaciones acechan y cualquier diferencia se convierte en denuncia hipócrita. Un abismo les separa ya –y lamentablemente para siempre– de la predicación de Jesús. Así lo vivieron también  probablemente las primeras comunidades cristianas, cada vez más alejadas de la Sinagoga y sus normas que, interpretadas así, oprimían en vez de liberar.

Las palabras de Jesús tocan ahora el hondón del corazón. No hay mesura ni contemplaciones, porque se trata de sanar y de redimir el corazón del hombre: “todo lo hago nuevo” (Ap. 21, 5). Igual que un médico, en un momento crítico, no se aviene a reflexiones y parones que valgan a la hora de aplicar un remedio eficaz aunque violento para salvar una vida, así el único Señor y Maestro (cf. Mt. 23, 10), sentado con autoridad en la “cátedra de Moisés” (v. 2), va directo a la raíz del problema y hace una radiografía que nos devuelve a la vida, y de este modo, desenmascarar la mentira, rescatar lo inhumano de nuestro interior y denunciar la manipulación religiosa, la pose interesada y la ley estéril que no da frutos.

No se trata, empero, de un rechazo a nadie. Jesús admira el fervor que los fariseos manifiestan por la pureza de la ley, en la observancia perfecta de todas sus prescripciones; fariseos que en algunas ocasiones hasta lo siguen a escondidas y lo ayudan en las constantes emboscadas. Así lo reconoce también San Pablo después de su conversión, afirmando que de ellos aprendió a valorar la tradición de su gente (cf. Hch. 22, 3 y 6; 26,5; Flp. 3, 5s.; Gal. 1, 14). Sin embargo, los llama “sepulcros blanqueados” (Mt., 23, 27) y denuncia sus aires de grandeza irrefrenables (nótese que hasta el mismo término usado para ellos, “perushim”, significa “separados de los otros”). Y esta enseñanza, dicha en directo para los fariseos y doctores de la ley, sigue vigente y sirve para desenmascarar tantas cosas en nosotros. Sería tremendamente fácil (a la par que injusto) condenar la hipocresía de los judíos de la época y acaso sentirnos mejores o más auténticos que ellos.

Una vez más, vemos que el fariseísmo (ya convertido en término que expresa esa contradicción palmaria) que el Redentor condena es una continua tentación del hombre en su vida cotidiana. Lo mismo que una lápida hermosa cubre y esconde la corrupción de su interior, también en la vida podemos esconder muchas cosas, que cubrimos a veces con un manto de hipocresía y bonitas palabras con la intención perversa de engañar o aparentar nuestra bondad (fingida, evidentemente). Cuántas veces, nosotros como ellos, poniéndonos la careta de la falsedad, hemos hecho de la vida puro teatro, viviendo solamente de cara a la galería, atrapados sin escapatoria por nuestras propias media-verdades o incongruencias y guardando en el fondo de armario lo mejor de nosotros mismos por si acaso nos sale rentable la jugada del provecho. ¡Cuántas veces nos hemos cerrados a cal y canto a la gracia y cerramos los pestillos al amor y la libertad! ¡Cuántas altanerías y orgullos vamos que han acabado en vidas baldías de alegría! ¡Cuántos corazones en barbecho donde jamás puede anidar una sonrisa o donde siempre se sospecha del detalle del vecino!

La polémica de Jesús con las autoridades es, pues, una exhortación clara a nosotros, sus discípulos, a vivir un estilo diferente. Condena la contradicción entre la obra y la intención. Como aprendíamos el domingo pasado, la falta de amor hace que pierda valor el cumplimiento y la observancia externa de los mandamientos. Se trata, entonces, de sanar nuestra intención, hacerla “recta”, aprender a pararnos antes de hacer las cosas;  es más, ¡hacerlas con el criterio de Dios, que “obra en nosotros el querer y el obrar” (Flp. 2, 12)! Y entonces no solo ganaremos en sinceridad, viviendo de cara a Él, sino que viviremos como merece realmente la pena.

Es verdad, no habría que olvidarlo que también hoy desde la literatura, el cine, los programas de televisión o los mítines políticos vivimos una obsesión enfermiza en criticar a las personas piadosas, usando lugares comunes perfectamente falseados y pasados de moda para acusar sin fin de vivir una mentira provechosa. A pesar de ello, no podríamos oír estas palabras del Señor, pues, sin sentirnos tantas veces infieles y entonar un mea culpa por parte incluso de los sacerdotes y consagrados, llamados a una especial ejemplaridad, como siempre repetía San Juan de Ávila. Ésa fue la impostura que denuncia el profeta Malaquías en la primera lectura, interpelando a los sacerdotes de su tiempo por haberse apartado del camino de Dios, a quien blasfeman cuando lo usan en su propio beneficio (cf. Ml. 2, 8-10). Como hace unos años denunciaba el entonces Cardenal Ratzinger: “¿No deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? En cuántas veces se abusa del sacramento de su presencia, y en el vacío y maldad de corazón donde entra a menudo. ¡Cuántas veces celebramos sólo nosotros sin darnos cuenta de él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia!” (Vía Crucis en el Coliseo, 9ª estación. Viernes Santo, Roma 2005).

Un examen de conciencia y crítica necesaria y legítima que, lejos de ser un viraje de cara a la galería debe convertirnos más profundamente, haciendo de nuestra consagración una entrega más auténtica. Ojalá pudieran decir de nosotros esas palabras del profeta Isaías: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva…!” (Is. 52, 7). En este caso, podremos sumarnos a la reacción del Apóstol: “No cesamos de dar gracias a Dios porque al recibir la Palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los creyentes” (Tes. 2, 13). Sólo así podremos ser una Iglesia valiente que con voz profética, libertad y coraje denuncie tantas atrocidades sobre el hombre y que esté en medio del mundo con simpatía, sin esconder jamás lo que vivimos con alegría y sencillez. Una Iglesia del detalle, donde no se obra por relumbrar sino por vivir como Jesús, donde no siempre las apariencias engañen. Ya lo dijo en otra ocasión: “Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará” (Mt. 6, 6s.).

Por eso, Jesús no fue –como se repite aún en ciertos ambientes– un “hippie” de su época. Él no funda una comunidad alternativa (y elitista a su modo), sino un pueblo de hijos que, convocados por un mismo Padre y cuidados con ternura “como un niño en brazos de su madre” (Sal., 130, 2), saque a la luz y desempolve el proyecto inicial de la Creación, todo lo hermoso y bueno de la tradición viva, la mejor herencia de un pueblo nacido de las aguas del mar Rojo y rescatado de las garras del faraón en Egipto. Una Iglesia para todos los hombres, donde la norma suprema es siempre el servicio: “el primero entre vosotros será vuestro servidor” (v. 11).  Así ha de entenderse toda autoridad en la Iglesia, desde el Papa y los obispos hasta el más humilde monaguillo o sacristán que con primor atiende una parroquia que casi no aparece en el mapa. Quizás, de hecho, el título más hermoso del sucesor de Pedro sea precisamente ese: “siervo de los siervos de Dios”.

Escuchando al Maestro, aprenderemos que la humildad libera. Pero la verdad, mucho más. Y su fruto será siempre el amor verdadero y el servicio. Él se jugó la vida por ello; siguiendo sus pasos, quizás tú y yo también, pero nada merece más la pena. ¡Haz la prueba!

ANTONIO ROMERO PADILLA
Vicario parroquial de la Concepción Inmaculada de Sevilla


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