Una trampa muy astuta: Dios o el mundo
Domingo XXIX del Tiempo Ordinario (A)
A Dios no le suele gustar mucho el maquillaje. Prefiere la belleza de la realidad; aunque a veces no sea lo fácil o lo cómodo. Ahí se encaja la controversia interesada que le presentaron a Jesús para comprometerlo: “¿Es lícito pagar impuestos al César o no?” (Mt. 22, 17). O lo que es lo mismo: Dios o el mundo. Y ahí, en la trampa sobre la licitud del tributo salió de lo mejor que ha aportado la Iglesia, “experta en humanidad” (al decir de Pablo VI en la Asamblea General de la ONU. 4/X/1965), a lo largo de una historia, a veces también cuajada de errores por nuestra parte: la separación entre la Iglesia y el Estado, la justa autonomía de las realidades temporales y la posibilidad de vivir la fe en la plaza pública.
El Dios verdadero –al contrario de lo que nos han repetido hasta la saciedad las voces más oscuras de la modernidad– no es un enemigo del hombre, que le priva de su libertad y del gozo de la buena vida. Al contrario, Él –¡que todo lo había hecho muy bueno (cf. Gn. 1, 31)!– ha querido que hagamos grandes y hermosas las cosas del mundo con nuestra santidad, que no es sino el pago de amor a tanto a tantos detalles por su parte.
Por eso, en estricta reciprocidad, la fe tiene que empapar la vida y la vida tiene que vivirse desde la fe. No podríamos de otro modo. Ni nos llegarían las fuerzas ni aguantarían mucho tiempo nuestros muy buenos sentimientos de heroicidad. Es decir, Dios no nos quiere cristianos piadosos que sean muy felices al amparo cómodo de los templos; nos lanza a la misión de ser mensajeros de su amor, a no recluirnos en la sacristía, a llevar su Reino allí donde Él quiere ser alabado y bendecido: en el trabajo de cada día, en las labores de la casa, en las faenas del hogar, en el mercado, en los escaparates que nos roban los ojos (¡y la cartera!) en nuestras compras, en las familias, en los exámenes del alumno y en las clases del profesor de universidad, en la fábrica con el mono de trabajo, en el duro trasiego del agricultor, en el despacho del ejecutivo, en las cuentas del asesor bursátil, en la pc del informático, en los pasillos del hospital o en la entrada del quirófano, en el madrugón para llevar los niños al Colegio, en los atascos de tráfico, en el partido de tenis con los amigos o en el braceo al nadar por las tardes.
Dios siempre entreteje nuestra historia para que en nuestro camino siempre aparezca lo bueno y quiere que, de Oriente a Occidente, no se le cierren las puertas (cf. Is. 45, 1) y su gloria –es decir, el resplandor de su amor– resplandezca en los vítores de aúpa en una grada cuando estamos disfrutando en el fútbol o cuando te lo pasas genial en la playa; cuando visitas a la abuela que vive sola, cuando echas una mano a quien te pide un favor o cuando felicitas a un colega por su cumpleaños. Ése es el cántico nuevo de alabanza al Señor en toda la tierra, que cuenta sus maravillas a todas las naciones, su fidelidad por todas las edades (cf. Sal. 96 [95], 1-3). Un servicio –¡y eso sí que asombra!– que no entiende de territorios vedados y que hasta puede prestar un pagano, como el rey persa Ciro, que sin ser del pueblo elegido, se abrió a comprender la voluntad de Dios y a buscarlo con sinceridad (cf. Is. 45, 1). Quizás sea el caso de no pocos contemporáneos nuestros. Como afirmaba hace poco el papa Benedicto XVI en Alemania, asombrando a propios y extraños con la audaz clarividencia de su magisterio: “los agnósticos que no encuentran paz por la cuestión de Dios; los que sufren a causa de sus pecados y tienen deseo de un corazón puro, están más cerca del Reino de Dios que los fieles rutinarios, que ven ya solamente en la Iglesia el sistema, sin que su corazón quede tocado por esto: por la fe” (Homilía. Aeropuerto de Friburgo de Brisgovia. 25/IX/2011).
Pero Dios no admite competencias con amoríos de poca monta, porque quien tiene dos señores, poco acaba dando, y porque Él –lo leemos en la primera lectura con sana y radical autenticidad– es el Señor del mundo, al único que ha de rendirse nuestro afecto y nuestra vida (cf. Is. 2-7). Dar “a Dios lo que es de Dios” (Mt. 22, 21) es olvidar los pasteleos con los “diosecillos” de barro que tan frecuentemente nos hacemos (¡a veces ingenuamente hasta a nosotros mismos!) y hacer una oración de la vida, un altar del trabajo cotidiano, un sacerdocio a pie de obra, un evangelio andariego en el trasiego de nuestras calles.
Hoy, la palabra del Señor, ilumina la convivencia política y social y nos habla de la libertad gloriosa de los hijos de Dios, que aunque “ciudadanos del cielo” (Flp. 3, 20) tienen derecho a vivir en cristiano en una sociedad aconfesional y a exigir a los poderes públicos (recordemos, para evitar absolutizaciones peligrosas, las palabras del Señor a Pilatos: “no tendrías ninguna autoridad si no te la hubieran dado de lo alto” [Jn. 19, 11]) que legislen para el bien común, dejando a un lado las tentaciones de intrusismo o rechazo; que olviden las labores de ingeniería social conformando ideológicamente el Estado y entrometiéndose en terrenos que no le son propios; y que tengan en cuenta la positividad de la fe y su aportación histórica insustituible. Dar “al César lo que es del César” (Mt. 22, 21) es, pues, tener la valentía de formar un frente común –¡codo con codo!– con los hombres de buena voluntad en pro de la dignidad sagrada de la persona, aunando esfuerzos en la construcción de una sociedad moralmente potable al amparo de la ley natural y creando ámbitos de ciudadanía ejemplar donde se valore la fe, la justicia y la solidaridad. Porque, aunque a veces nos intenten convencer de lo contrario, no se podría ser un buen cristiano sino siendo un buen y honrado ciudadano, como gustaba repetir con frecuencia a San Juan Bosco.
Esa fue la emboscada tan astuta que le pusieron a Jesús; y esa es la respuesta que, sin trampas ni cartón, podemos dar también en nuestra vida. Por eso, sin miedos que distraigan, mantengamos sin cesar la actividad de nuestra fe, el esfuerzo de nuestro amor y el aguante de nuestra esperanza en Jesucristo, nuestro Señor (cf. 1 Tes. 1, 3). Ojalá descubramos el rostro de una Iglesia que proclama con alegría las certeras palabras del beato Juan Pablo II: “se puede ser moderno y profundamente fiel a Jesucristo” (Regina Caeli. Plaza de Colón, Madrid. 4/V/2003).
¡Feliz Domingo, día del Señor y del hombre!
ANTONIO ROMERO PADILLA Vicario parroquial de la Concepción Inmaculada de Sevilla
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