Una respuesta de amores
Domingo XXIX del Tiempo Ordinario (A)
En este drama hacia el Calvario y en la confrontación creciente con los jefes judíos, cada vez más sorprendidos (cf. Mt., 22, 22) y reacios, va saliendo poco a poco la originalidad de la Revelación de Jesús, quien no ha venido a abolir sino a dar plenitud a la ley y los profetas (cf. v. 40), a enseñarnos a vivir desde su amor, a querer tener sus mismos sentimientos (cf. Flp. 2, 5). Con intención de pillarlo, pues, en una contradicción o en un renuncio se acerca un letrado y lo interroga poniéndolo a prueba: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la Ley?” (Mt., 22, 36). Responde Jesús en esta especie de examen sorpresa: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el gran mandamiento, el primero” (v. 37s). Cuando le toca su turno de réplica no solo lo hace contestando aquello que le preguntan sino que amplía el ámbito, diciendo: “El segundo es semejante a éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (v., 39). Es lo mismo que dijo en una frase especialmente molesta del Evangelio: “Todo lo que hagáis a uno de estos hermanos míos, mis pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt. 25, 45).
Jesús afirma sin tapujos que cualquier daño o cicatriz que hagamos a las personas que nos rodean, especialmente a los más débiles y menesterosos, es una afrenta a Dios mismo. A Dios se le profana en el rostro del otro, camino inexcusable de encuentro con Él. Atacar a Dios, en efecto, significa haber perdido todo el respeto por el prójimo, que es la víctima siguiente (si no, la anterior). Éste es el escándalo cristiano que inaugura una novedad inaudita en la historia. Cuando Dios desaparece de nuestro horizonte quién paga las consecuencias no son los cielos, sino los que viven en la tierra. Porque sin Dios, a la postre todo se reduce ferozmente a la nada. Así de sencillo y así de triste. Dostoyevski lo dice en un tono claro: “si Dios no existe, entonces ya todo está permitido”. Lo pueden confirmar las innumerables víctimas del humanismo ateo y los despojos de un consumismo atroz que trata a las personas como mercancía.
Hoy de nuevo tambén nosotros podemos preguntarnos: ¿Qué es lo primero y más importante? ¿Qué es lo que cuenta de verdad para vivir como cristianos en medio de la sociedad? Y nuevamente, encontraremos la siempre novedosa respuesta del Maestro. El amor sincero a Dios y al prójimo es el criterio principal y primero de nuestro seguimiento a Jesús; lo que nos define como Iglesia, como decían de los primeros cristianos: “Mirad como se aman” (cf. Hch. 2, 42-47. 4, 32-35). No hay más camino para llegar a Dios que por el hombre. Lo dijo bellamente el beato Juan Pablo II al comienzo de su pontificado: “Ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo” (Redemptor hominis, n. 10).
Jesús nos propone un mandamiento exigente que nos muestra el sendero para descubrir a Dios y para encontrar al propio hombre. Un Dios amor, que crea por amor y que nos llama a vivir en el amor. Ésa es la vocación auténtica del hombre. Esa es también la tarea fundamental del hombre y la única que verdaderamente puede dar sentido a nuestra existencia. Ése es el camino siempre nuevo que ha de recorrer cada discípulo de Cristo y el núcleo de la moral de la Iglesia, la norma única de nuestras vidas. Un amor que se manifiesta en la Cruz y que se cuaja en el sufrimiento; “hasta que duela” (decía la Beata Madre Teresa de Calcuta). Un amor paciente, afable, sin envidias, que no lleva cuentas del mal. Un amor que perdona sin límites, aguanta sin límites, espera sin límites. ¡Un amor que no pasa nunca! (cf. 1ª Cor. 13, 4-8). Un amor que será el “peso” que incline la balanza en el juicio final, el motivo gozoso de salvación. Por eso, lo dejó escrito muy certeramente san Agustín: “Si no quieres sufrir, no ames; pero si no amas ¿para qué quieres vivir?”.
Este domingo celebramos el DOMUND –¡el Domingo mundial de la propagación de la fe!– y no podrían venir más a cuento las lecturas de la Escritura que hemos compartido en esta jornada. El Señor nos manda a esparcir las semillas de su amor por todos los rincones del universo mundo, porque sabe que sólo de aquí nacerá la salvación y la alegría que necesita y anhela en lo más profundo de su ser el mundo, aunque a veces disimule más de lo preciso. Un amor que nace de la entrega al otro, que se aleja de la insensible indiferencia, de la rigidez de corazón de tantos que viven solamente para sí mismos, desinteresados y apáticos, náufragos de soledad aún en medio de tantos ruidos y prisas. Un amor que, en suma, da crédito, contagia y encandila. Frente a tantos agoreros de fracasos, Jesús nos muestra la posibilidad de comenzar de nuevo y convertirnos en misioneros de su esperanza, en testigos apasionados de un Dios que “tanto amó al mundo que entregó a su único Hijo, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3, 16).
En la escuela de la Eucaristía, sacramento del amor de Dios, llegaremos a comprender con nuevos bríos el mandamiento del amor al prójimo. Atender a Jesús, seguirle, nutrirse en Él, no significa –¡no podría!– desatender y abandonar a los demás. Torpe y falsa coartada sería esa de no amar al prójimo porque estamos muy ocupados en amar a Dios. Jamás los verdaderos cristianos y verdaderos discípulos de Jesús se han desentendido de las necesidades de sus hermanos, los hombres. Por eso, comulgar a Jesús es inseparable de “comulgar” con los problemas de los demás. Estos son, sin duda, los dos amores del cristiano. Como si la comunión más estrecha con el Señor nos dijera, al corazón, cuando acaba la celebración litúrgica: «la Misa ha terminado, podéis ir en paz para amar y servir con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser al Señor, y al hombre, especialmente a los más necesitados”.
Un día, una pequeña carmelita francesa se preguntaba que le pediría Dios con su vocación religiosa y cuál sería su misión. Resolvió, a la lumbre del encuentro auténtico con el Señor: “en el corazón de la Iglesia, mi madre, yo quiero ser el amor”. Y Teresita (oficialmente, Santa Teresa del Niño Jesús), cambió a muchos con su pequeño camino, verdadero manantial de gracia. Como a ella, desde su claustro convertida en patrona de las misiones, y como a tantos que con generosidad y valentía siguen en el tajo de la entrega, ésa es la misión preciosa que nos encomienda el Señor: “a nadie debáis nada más que amor” (Rom. 13, 8). ¿Serás tú menos? ¡Seguro que no!
ANTONIO ROMERO PADILLA
Vicario parroquial de la Concepción Inmaculada de Sevilla
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